Inquietud espiritual 
de Félix Jelinek.
2008

En virtud de los viajes de papá, siendo apenas un niño, ingrese al   colegio católico Pío XII, bajo la condición de interno. Es decir pernoctaba en él y solo podía salir los fines de semana, si era aplicado y observaba buena conducta. Seis años de mi vida entre niño y adolescente transcurrieron en internados incluyendo el Liceo  militar Gran Mariscal de Ayacucho.

Esta inesperada soledad familiar a tan temprana edad, me hizo aferrarme a la necesidad de hablarle de mis penas y necesidades a alguien. Fue entonces, cuando siendo obligatorio  el estudio del catecismo, por ser una escuela Católica, se empezó a despertar en mi una profunda admiración por aquel hombre llamado Jesús, que a pesar de dar a conocer un hermoso mensaje, con el cual me identificaba y admiraba plenamente, había sido vejado, humillado, torturado y finalmente crucificado a la vista de todos, Me interese mucho en conocer de su maravillosa obra, que por mi corta edad, apenas  entendía de manera elemental.  Cuando llego la hora de conocer mas en detalle, como había muerto, como lo habían torturado y como ese ser tan bueno, había soportado todo eso por nosotros, con  gran resignación,  profundo amor y sin resentimiento alguno hacia  sus victimarios, llore  en la soledad de mi cama, sin poder encontrar una explicación a ese hecho que marco  mi vida para siempre. Me cubría  con una   manta, para que mis compañeros de dormitorio no se burlaran de mi llanto y descubrieran lo que para otros, era un signo de debilidad o de poca hombría. Mostrarla en un internado, ante los demás compañeros todos varones, era ser victima permanente de abusos, burlas y sometimiento, ante quienes tenían el poder entre el grupo de alumnos. Me cuide que ello no sucediera, pues por mis características sajonas, rubio, muy blanco y de ojos verdes, me diferenciaba mucho del grupo de compañeros, todos de características muy latinas.  Ello me hacia victima de juegos sucios, burlas y maldades con cierta frecuencia. Tuve que enfrentar durante mi primer año,   peleas para no sucumbir ante algunos compañeros obstinados en molestarme. Hasta que transcurrido el primer año, mi manera de ser, las actividades deportivas que nos unían y el compañerismo que mostraba, disiparon esos momentos tan desagradables de confrontación y hasta de racismo en mi contra, a los cuales no estaba acostumbrado.
Esta experiencia a tan temprana edad, me empezó a marcar y ha mostrar la conducta humana. No comprendía el mal actuar entre niños,   desaprobaba y me confundía esa casi permanente actitud de hostilidad. Observaba diariamente  el comportamiento de compañeros de estudios, que continuamente peleaban y se insultaban por pequeños detalles y  en donde algunas veces sin querer, me veía involucrado para defenderme   de agresiones e insultos gratuitos.  Mi madre conociendo de estos hechos, de mi sensibilidad y sin duda de mi gran soledad, que muchas veces le exprese con lagrimas en los ojos, tratando de que fuera retirado del colegio, que además se encontraba    a escasas cuadras de mi casa,  me regalo un pequeño crucifijo de plata muy labrado, donde se observaba la figura de un cuerpo crucificado, que representaba la figura de Cristo en la cruz.

Me dijo – Júnior consérvalo, cuando te sientas solo  conversa con él-.
Durante las noches, en las cuales permanecía en la cama antes de dormir en el internado, pensando y añorando mi casa y mis padres, lo tomaba entre mis manos y rezaba el Padre Nuestro y el Ave María. Lo apretaba contra mi pecho,  trataba de expresarme a manera de rezo.  No le encontraba sentido a esta práctica repetitiva, mediante la cual no podía expresar mis necesidades  del momento. Mi tristeza por estar fuera de casa,  las cosas desagradables que sucedían a mí alrededor y la ayuda para mantener buenas notas y pasar los exámenes, no podía expresarlas como deseaba hacerlo. Siempre fui un buen estudiante a nivel de primaria y con frecuencia permanecía en el cuadro de honor tanto del grado que cursaba, como en el general del colegio.  Poco a poco ese crucifijo se  convirtió en mi amuleto. Me sentía protegido y  no sentía miedo. Su compañía me daba seguridad y confianza.  Me consolaba sentirlo colgado en mi pecho, costumbre que no continué, al perderlo durante un partido de fútbol y pasar horas recorriendo el campo de juego hasta encontrarlo en medio del polvo. Por eso decidí colocarlo  debajo de la almohada.  Aún conservo ese crucifijo que muchas noches humedecí con mis lagrimas, al no poder entender la razón de mi separación de mis padres y él tener que convivir con extraños.
Recuerdo un anécdota que sucedió siendo Presidente de la Estaca Caracas, cuando fuimos invitados a un importante y muy visto programa de televisión, llamado "en confianza". En ese programa donde fuimos llevados engañados y cuyo fin tan solo era buscar polemizar con la Iglesia Católica, que estaba representada por  conocido sacerdote del medio televisivo, tenía sin duda el  objeto de   lograr rating. Durante el programa, se nos acuso de no ser cristianos y entre muchas otras cosas, se nos critico el  no tener o usar  crucifijos en nuestras capillas y templos, ni llevarlos  en nuestros pechos. El Representante Regional para esa época Alejandro Portal Campos, le solicito la palabra al hábil moderador y comunicador social Nelson Bocaranda y explico: no llevamos crucifijos en nuestro pechos, ni tampoco lo tenemos en nuestras capillas y templos, por el simple hecho, que la cruz representa un elemento de tortura y Jesús ensangrentado en ella, nos recuerda un momento de inmenso dolor y sufrimiento. Agrego, ¿quien de nosotros guardaría una foto en su cartera o casa, de un hijo en el peor momento de su vida, atropellado por ejemplo por un camión? ¿Acaso no seria mejor recordarlo radiante, lleno de vida y salud? Fue  una respuesta admirable para un momento difícil donde se buscaba la confrontación.

Sentía que Jesús caminaba a mi lado en la escuela, Jesús era mi mejor amigo y compañero, Jesús se convirtió en  mi ídolo y mi maestro y desde muy niño con apenas 10 años de edad comencé a desarrollar un  fuerte testimonio de El.

 Le jure lealtad y seguirlo siempre. Así lo acepte y ratifique de manera manuscrita con mi infantil firma, en el pequeño libro Prácticas de Piedad en el año 1953 el día de mi cumpleaños. Se puede leer en el,  en letra de imprenta  lo siguiente: "Quiero vivir y morir unido a Cristo mi Señor y mi Dios." Luego agregue en letra manuscrita "asta" morir y firme la hoja, con lo que fue mi primer intento de  firma.

Esto ocurrió 20 años antes de conocer la Iglesia Restaurada de Jesucristo.
En algunas noches de mucha sensibilidad y reflexión, le rezaba y le pedía perdón por mis cándidos pecados de niño a manera de rezo, que había cometido durante el día. Pensaba  por sus sufrimientos en la cruz y la gran ignorancia que lo había rodeado en ese momento, cuando hoy se, que entrego su vida de manera voluntaria para que se cumpliera  la antigua profecía bíblica.
 Nota:
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